Quien me conoce sabe que tuerzo el gesto cuando me hablan de libros de autoayuda; no lo puedo evitar, es una reacción automática, aunque intente disimular porque cada quien es muy dueño de elegir lo que lee y no quiero faltar al respeto. Incluso alguno que otro se podría salvar de la quema, por tener algo de solidez y sentido común, más allá de la cháchara habitual que consigue sobre todo fijar tu atención en el peso de tu mal.
Suelo decir, en consulta y fuera de ella, que la buena literatura es la mejor lectura, no sólo por el puro placer que proporciona, también cuando uno quiere tener un rato de evasión, cuando quiere descansar del agobio, y se puede de rebote encontrar consuelo e inspiración en otras situaciones, en otras vidas. De hecho hace poco leí un artículo hablando sobre la «literatura terapeútica», sobre libros especialmente adecuados cuando se sufre de esta u otra cosa, que convertía esto en tendencia oficial.
Pero me estoy desviando de la idea inicial, la que ha provocado el título de hoy. Y es que en mis ratos de fantaseo, a veces me da por pensar que me lanzo y escribo un libro de «antiayuda» (buscad el término en internet y os llevaréis alguna grata sorpresa).
Tengo clarísimo que en ese caso el título sería precisamente ese «Dispuesta a pasarlo mal». Esta frase refleja una actitud vital que creo es lo esencial a la hora de afrontar los avatares de la vida, y la que nos va a evitar caer en tantos y tantos problemas psicológicos.
Una persona que esté «dispuesta a pasarlo mal», se atreverá a desprenderse de lo que sabe que la está oprimiendo o perjudicando gratuitamente, aunque sepa con certeza que eso le traerá dolor al principio; se atreverá a plantar cara, a poner límites, a alejarse o acercarse, según sea el caso, a iniciar algo o a terminarlo, a sentirse sola, a ir contracorriente, pasos todos ellos necesarios en algún momento para poder vivir libre y plenamente, dentro de lo que nuestras coordenadas sociohistóricas nos permiten, no con arreglo a lo que nuestro miedo a sufrir nos dicte.
Y no hay mantras, ni pastillas, ni técnicas conductistas, ni control de las emociones que valgan; nos pueden aliviar pero no hay nada que nos libre de experimentar el dolor cuando nos toca, y paradójicamente, esa disposición a aceptarlo, a sumergirse en él si hace falta, es lo que nos librará de la ansiedad que espera agazapada detrás de la esquina, unas cuantas calles más adelante, para asaltarnos cuando huimos del dolor.



